2001
La rueda del tiempo viene marcada por los alimentos que uno toma a lo largo del año, de modo que el gusto va formando un calendario más profundo que el ángulo de luz que abre y cierra las estaciones. La primera gran festividad de invierno la proporciona el mar con la llegada de los erizos y la tierra con la revelación de las trufas negras.
Este hongo que se cría asociado a raíces de encina o de roble ha necesitado un otoño fecundo en lluvias para que el humus podrido fuera amasando en su interior ese nódulo esotérico que un día encendió la imaginación de príncipes medievales y hoy está a merced de devotos tan iluminados que existen varias sectas de degustadores según sean las trufas violetas, blancas o negras.
Por mi parte prefiero que las trufas de invierno procedan de Els Ports de Morella y que hayan sido descubiertas por cerdos de alcurnia o perros amaestrados por genios de la cocina, aunque las acepto de cualquier paraíso de donde provengan siempre que sean recientes, naturales y condimentadas como sortilegios del gusto. Se necesita mucho olfato para señalar bajo tierra este tesoro, pero una vez aflorado, es una excelente forma de iniciar el año tomándolo como un sacramento con los ojos cerrados pensando en mesas de príncipes provenzales. Es la esencia de la tierra húmeda amasada con raíces de encinas y robles lo que uno se lleva al paladar, ese espacio sustancialmente pegado al alma. Enhorabuena.