2000
Ha pasado la Navidad, con sus excesos sentimentales y gástricos. Hemos arrasado el bosque. Ramas de pino y abeto han enramado nuestros pesebres. No hemos dejado ni un brote de arrayán, ni una rama de acebo. Ahora, solo y desnudo, sin las bayas rojas, parece abandonarse a un sueño reparador. La savia duerme. Las raíces sueñan un nuevo tránsito primaveral. Una luz glacial se filtra entre las ramas desnudas. La tierra descansa después de haberlo dado todo. ¿Todo? No, de ninguna manera. Debajo de la corteza, negras, llenas de bultos, obscenamente perfumadas, nos esperan las trufas. Las trufas son la quintaesencia de la tierra. Son el grumo de todos los nutrientes. Parecen minerales y están vivas. Parecen escoria ferruginosa y son delicado perfume solidificado. Son el tesoro del invierno y el premio de su despojo, de su ascetismo.
Las trufas son tierra hecha carne: un misterio. Simbólicas, se ofrecen a nuestra imaginación palatal como recapitulación de los placeres pasados y como prenda de los futuros. Son gemas preciosas en bruto que se nos ofrecen para que las pulamos y las devoremos enteras o para que las integremos en nuevas joyas de diseño nuevo donde lucirán, sin enmascarar y sin ser enmascaradas, para la felicidad de la espera invernal.
En una buena mesa, como es la del Roig Robí, en buena compañía, en manos de unas cocineras que saben lo que se hacen, rodeados del perfume de las trufas, ¿para qué queremos la primavera? Que tarde. Por ahora, concentrémonos en el placer superior de las trufas.