Màrius Carol

1999

Las setas son los botones de la camisa de musgo que se pone el bosque cuando llegan los primeros fríos. Al arrancarlos, la montaña se desabrocha la blusa para recibir los últimos rayos de sol, antes de lucir el abrigo blanco del invierno. Hay, pero, otras setas que la montaña guarda en el cofre de su epidermis como si fueran las joyas más preciadas.

Las trufas se convierten así en las esmeraldas negras que la tierra atesora ávida de las galanterías de los pretendientes del otoño. Si el resto de las setas constituyen la metáfora de la vida, ya que nacen envueltos de agua y crecen gracias al calor del astro candente, la trufa es la fábula de la codicia en la Naturaleza. Ella, que nos lo ofrece todo generosa y desprendida, parece haberse reservado para su exclusivo placer estas gemas. La codicia del hombre supera la de la naturaleza y ha amaestrado el sabio olfato de los perros para perpetrar el “butrón” en la caja fuerte del boscaje y extraer la aromática pedrería que configuran las trufas.

El Roig Robí convierte níscalos, ceps, rebozuelos, setas de San Jorge o colmenillas en una naturaleza muerta renacentista que excita nuestros sentidos sobre la tela inmaculada de sus mesas cuando llega el otoño. Asimismo, las trufas negras cambian la partitura de cualquier plato, puesto que no hay que olvidar que son los mejores tenores en esta ópera barroca que es la cocina de invierno, haciendo que los sentidos aplaudan apenas iniciada la obertura culinaria. Con las trufas, cada plato es como un aria.