Carmen Casas

1997

La última explosión de la naturaleza se produce en otoño, cuando, si las lluvias y el sol han conseguido convertirse en cómplices amantes, los prados y los bosques nos ofrecen los frutos más preciados de sus entrañas: las setas, deseo de los paladares más fieles al devenir puntual de la naturaleza.

Luego, una vez se ha digerido el barroquismo navideño, tenemos que esperar a la primavera para gozar nuevamente del lenguaje directo del producto total. Mientras tanto, pero, Mercè e Imma remueven cazuelas y ponen las ollas a hervir al fuego, esperando la irrupción del mítico misterio que desde las profundidades de la tierra vuelve a vestir las mesas de fiesta solemne: la trufa de invierno, diamante negro y emblemático comodín de cocineros y cocineras que, sensibles a su aroma que todo lo invade, su misteriosa textura, su fantasiosa presencia, su voluptuoso tacto – respetuosos también al necesario “crec-crec” que su carnosidad insolente ha de producir al tocar los dientes de los sibaritas – se dejan llevar por la imaginación haciendo del mágico festival en el que participan los cinco sentidos, una partitura armónica.

Y en el Roig Robí, a lo largo del aparentemente triste mes de febrero, se produce este milagro.