Regenta con sus hijos el Roig Robí, restaurante por el que han pasado personalidades de todo el mundo

“ Valoro lo que aún puedo hacer”

Han transcurrido sólo unos días desde que Mercè Navarro celebró su cumpleaños, y en el comedor del Roig Robí, el restaurante barcelonés que regenta desde hace más de un cuarto de siglo, luce todavía el gran ramo de flores que le envió una de sus hijas desde Estados Unidos, donde hace años que vive con su familia. La mañana, lluviosa y desapacible, invita a la pereza.

“Yo, que tuve una juventud en blanco y negro, recuerdo que Barcelona pasó a ser en color”

Pero Navarro, que tiene su vivienda justo encima del restaurante, ha bajado rebosante de energía, como lo hace a diario. Esta vez no entra en la cocina para echar un vistazo a las cazuelas ni para discutir sobre los cambios en la carta, como suele hacer con sus hijos, Imma y Joan, que trabajan con ella desde que abrió el negocio. Hoy lo hace para fotografiarse, coqueta, junto a las cajas de setas recién llegadas que vestirán de temporada los platos. El otoño no es tiempo de nostalgia para los cocineros, sino de ilusión ante la exuberancia de productos que da el mercado. Aún faltan horas para que lleguen los primeros clientes cuando la anfitriona se sienta en una acogedora esquina de la sala para confesar, con una sonrisa serena, su mirada de ojos clarísimos y la voz grave y pausada, que le gusta cumplir años. No sólo porque la única alternativa sea no cumplirlos, sino también porque se siente feliz de haber nacido en el lugar y el tiempo que le han tocado. “Feliz de haber conocido a la gente que he conocido y de haber tenido los hijos que he tenido. No podemos elegir el momento en que venimos al mundo, y yo sé que he tenido mucha suerte”. Está convencida de que la edad le ha aportado paz y equilibrio. “Me alegra haber llegado hasta aquí tal como estoy. Y creo que sentirme contenta me hace encontrarme mejor. Nunca hubiera imaginado que tendría una vejez tan equilibrada como la que estoy viviendo”.

Esa paz consigo misma, dice, se la aportan la familia y los amigos. A estos los describe como “personas extraordinarias que me acompañan en el camino desde hace más de cuarenta años, desde los tiempos en que llevamos a los niños a un colegio, el Costa i Llobera, en que todos compartíamos unos ideales similares y fuimos evolucionando juntos. Y juntos pasamos desde las tardes de catequesis de los chavales hasta las manifestaciones”. Asegura que esa magnífica relación que mantiene tanto con los amigos como con sus hijos es el fruto de muchos años. “Es algo que hay que cuidar siempre. Y creo que lo que en este momento comparto con ellos es la compensación al esfuerzo de toda la vida”.

No tiene la resistencia física de años atrás. “Con la edad aprendes a conocer tus limitaciones y eso te hace sentir bien si eres capaz de valorar todo aquello que sí puedes hacer”. A ella el restaurante le da vida. Y aunque dejó atrás las jornadas interminables y el trabajo duro, sigue en activo y es quien piensa los nuevos platos que ofrecerán a sus clientes, siempre después de conversar y consensuar opiniones con sus hijos, y quien revisa el trabajo de los cocineros “para que la rutina de una elaboración no decaiga en malos hábitos”.

También es ella quien sugiere incorporar nuevas técnicas para mejorar las elaboraciones. Trata de estar al día. Y aunque no visita muchos establecimientos –“antes, porque no tenía tiempo; ahora, por la tendencia a ganar kilos”–, admira a Carme Ruscalleda, a Ferran Adrià, a Joan Roca. “Cuando yo empecé, la figura del cocinero ya destacaba, pero ellos le han aportado un valor indiscutible que ha hecho que hoy sean personajes relevantes de nuestra sociedad”. Insiste en recordar que ella, que fue autodidacta –aunque le fueron tremendamente útiles los cursos de Montse Seguí–, fue el motor del Roig Robí. Pero que este nunca hubiera sido lo que llegó a ser sin sus hijos Joan e Imma Crosas, que han estado a su lado desde el primer momento.

“Con los años aprendes a que las cosas no te afecten en exceso; ni lo bueno dura siempre ni lo malo”

No es una mujer que viva de recordar el pasado. Pero sí siente nostalgia de aquellos años de la Barcelona olímpica en que por su comedor desfilaron personalidades de todo el mundo y todos los profesionales que fueron relevantes en los años de la euforia de los Juegos. Los políticos de todas las tendencias también fueron clientes habituales. Siente cierta nostalgia de los años en que Barcelona despertó del aburrimiento y salió de la oscuridad. “Hubo un momento en que la ciudad estaba en plena ebullición y se celebraba todo. Yo, que creo haber tenido una juventud en blanco y
negro, en la que había muchas cosas que no podíamos hacer, tengo la sensación de que de repente Barcelona pasó a ser en color. Todos tuvimos más acceso a la cultura y a la vida, en definitiva”.

Mercè Navarro nació en Olesa de Montserrat y a los quince años se trasladó a Barcelona con la familia. Sus padres, cuenta, eran excelentes personas: ambos cocinaban muy bien –entre los sabores de su memoria, los canelones que él bordaba o la ternera guisada de ella– y compartían las tareas domésticas porque mientras uno trabajaba por las mañanas el otro tenía turno de tardes. “Mi padre también me bañaba o me peinaba. Creo que en aquellos primeros dos años de mi vida –hasta que estalló la guerra– hubo tal equilibrio que eso me ha marcado”.

Mercè era la mayor de los cuatro hijos –tres chicas y un chico– y, seguramente por la diferencia de edad con el resto, la única que no estudió una carrera. “A nadie se le ocurrió que pudiera hacerlo, y me dediqué a ayudar a mis padres”. Se casó joven y tuvo seis hijos. “Cuando ellos eran pequeños tenía siempre tanto trabajo que me faltaban horas”. Fue después de su separación matrimonial, cuando los chicos ya empezaban a ser mayores, cuando sacó fuerzas de la dificultad para empezar una nueva etapa. “Me parece que siempre he sido alguien que en los momentos difíciles ha sabido salir adelante. Primero, antes de separarme, abrí una guardería, que sería modélica, cuando nació Bernat, el menor de sus hijos. Y finalmente aposté por la cocina. Era lo que mejor se me daba. Y aunque pronto descubrí que no tenía nada que ver cocinar en casa con llevar el trajín de un restaurante, allí encontré mi lugar”.

Cree haber sido emprendedora toda la vida. y, con el tiempo, haber aprendido a encajar las cosas sin que le afecten en exceso. “Aprendes que ni lo bueno dura siempre ni tampoco lo malo. Y que aquellas cosas que se van rompiendo las has de ir reconstruyendo, poco a poco”. Si mira al pasado, reconoce que lo que más la ha satisfecho en la vida ha sido tener a sus seis hijos. Si otea el futuro, asegura que le preocupa lo que pueda depararle a esos siete nietos que la quieren con locura, “más por lo que sus padres les han contado de mí que por lo que yo, siempre tan atareada, haya podido hacer por ellos”. Dice que las cosas están feas. “Me aterra ver que todo aquello que tanto nos costó construir –yo iba siempre a todas las manifestaciones– lo están destruyendo día a día”.

la Vanguardia
21_10_2013

Text: Cristina Jolonch